La ciencia como cultura

(AIP).- Si hay un estereotipo arraigado en la ciencia es el que la muestra como un producto exclusivo de la razón, aséptico y ajeno a la subjetividad del científico, al contexto social y al propio momento histórico. Pero no es así. Nuestra ciencia solo se entiende desde un determinado contexto, anclado a las raíces culturales de occidente. Por ello, es razonable que una corriente cada vez menos contestada presente la ciencia como expresión de la cultura, incluso en sus orígenes. Así, hay teorías recientes, como la del medievalista alemán Johannes Freid, que sitúan el origen de la ciencia moderna en el seno del espíritu medieval y no en oposición al mismo. Para Freid el comienzo de la ciencia se debió al intento por precisar el momento exacto del Apocalipsis. Esta necesidad rescató muchos conocimientos de la antigüedad clásica y del mundo árabe e impulsó la astronomía, que se fue separando poco a poco de su original determinismo religioso y mágico –astrología- hasta crear su propio corpus.
La ciencia no es más que una forma de aproximarse a la verdad desde el punto de vista de las personas. Goza de un merecido prestigio, pero sigue siendo una empresa humana, sometida a las grandezas y miserias de todo lo humano. Nos proporciona un conocimiento probable, no cierto, porque se trata de un proceso de aproximación progresiva a la verdad. Tenemos así que aceptar, con Khun, que la ciencia es una actividad colectiva, llevada a cabo por una gran comunidad científica, que comparte un conjunto de teorías y una forma de ver el mundo. Pero en esa visión colectiva hay una elección implícita entre diferentes modelos, teorías y paradigmas, y esa elección la hacen los individuos de forma subjetiva. Por tanto, la ciencia es sin duda una manifestación de la cultura.
De ahí que la expresión “cultura científica” sea mucho más que un mero juego de palabras, aunque sean muchos los científicos que desconfían de esta dimensión por estimar que el concepto de cultura evoluciona en la sociedad moderna hacia enfoques difíciles de armonizar con la universalización de la ciencia. En este sentido José María Ridao mantenía en un reciente artículo la tesis de que el significado del término ‘cultura’ se ha transformado en las últimas décadas: “Frente a la idea ilustrada de cultura como excelencia, que ha venido operando desde el fin de la II Guerra Mundial y hasta fecha reciente, la noción que se ha impuesto ahora es la romántica, para la que la cultura está vinculada a la tradición.” Esto es preocupante, porque consagra una cultura rancia y anacrónica, de corte localista, complaciente con el pasado y poco sensible al progreso.
Es difícil creer que la ciencia pueda encontrar acomodo en este contexto reduccionista y miope, por más que el localismo -una consecuencia perniciosa de la globalización reinante- marque muchas tendencias culturales. Cuesta imaginar a la ciencia, eterna aspirante a la universalidad, atrapada en un localismo asfixiante y mediocre, contradictorios con su proyección universal, pero en todo caso su propio dinamismo activaría los resortes oportunos para evitar la regresión hacia lo irrelevante, aun a costa de separarse del carro de la cultura. Paradójicamente, sería la dimensión cultural de la ciencia la que acabaría por salvar a la cultura de sus propias contradicciones.

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