Ese dinosaurio llamado Ciencia

Hace unos meses, el director de un colegio público me mostró con orgullo una enorme sala llena de ordenadores. Llamó mi atención ver en los pasillos decenas de cajas que, en lugar de porexpán y plásticos de embalaje, contenían probetas, gradillas y kitasatos. Ante mi estupor, el director me aseguró que pronto se llevaría todo eso a un almacén. "Sí, esto eran los laboratorios, pero nadie los utilizaba y necesitábamos sitio para los ordenadores", añadió con lógica aplastante. Las cajas me recordaban esas salas desoladas de los museos de ciencias donde los paleontólogos almacenan restos de dinosaurios con la esperanza de reconstruir el pasado. ¿Está acaso la ciencia escolar en vías de extinción? No hay que dramatizar, pero es un hecho preocupante la baja demanda de estudios científicos: las carreras de ciencias ocupan el último escalón en las notas de acceso a la Universidad, y prácticamente no existe selección de alumnos en estos niveles.

Lo paradójico es que a los jóvenes les interesa la ciencia. Cada vez hay más presencia juvenil en los museos interactivos y en las grandes ferias como "La Semana de la Ciencia", recientemente clausurada. Y parece razonable que así sea, porque la ciencia afecta de lleno a su forma de vida y suscita su interés a pesar, aceptémoslo, de la torpeza de muchos profesores de ciencias, que nos empeñamos en poner barreras. Son barreras el formalismo a ultranza, la abstracción y la matematización excesivas. Ocultan los hechos tras una maraña de fórmulas y enmascaran la realidad. Y lo peor es que dan soluciones a problemas que el alumno nunca se ha planteado. Lo importante no es enseñar un algoritmo para cada tipo de ejercicio, sino ofrecer las teorías científicas como respuestas objetivas a problemas reales. De ahí la importancia de sumergir a nuestros alumnos en los modos de hacer ciencia, lo que incluye el trabajo experimental.

Deberíamos conocer las iniciativas de éxito y aprender de ellas. Por ejemplo, me maravillan algunos animadores de talleres en los museos, que logran despertar el entusiasmo de los jóvenes a través de sencillas experiencias de cátedra, creatividad y sentido del humor. El mérito de los animadores estriba en decir cosas sencillas sobre cosas complejas, justo lo contrario de lo que solemos hacer, por ejemplo, en las clases de Física y Química. Y esto acaba por pasar factura: un brutal fracaso escolar en estas áreas, que las autoridades académicas tratan de paliar del modo más simplista: rebajando su peso académico. Es decir, se reducen horas de estas asignaturas, se elimina su obligatoriedad y se limita su presencia a ciertos itinerarios. Una auténtica barbaridad, porque se reduce el fracaso escolar a costa de aumentar el analfabetismo científico. Los profesores de ciencias -también cada vez menos- tenemos la obligación de luchar contra esta tendencia y de perseguir una cultura científica básica para todos. Debemos preocuparnos más por formar personas interesadas por la ciencia que por formar científicos; de esto ya se ocupará la Universidad.

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