Educar para amueblar cabezas, no para llenarlas

El entrañable profesor Mariano Yela utilizaba una metáfora “digestiva” para explicar el verdadero aprendizaje: “cuando como un filete, al final no hay filete; hay carne y sangre mía: he asimilado el filete”. La interiorización de los contenidos supone eso mismo, que dejan de ser conceptos o procedimientos al uso y pasan a formar parte, indistinguible, de nuestra estructura cognitiva.

El problema surge con el crecimiento exponencial del conocimiento humano. ¿Cómo evitar la “infoxicación” conceptual? ¿Qué enfoque debería elegir el maestro en un mundo rebosante de información? ¿Qué merece la pena aprender?

Novak daba una pista clave: “la educación, en un sentido amplio, es una experiencia que contribuye a que una persona pueda manejar situaciones de la vida cotidiana con éxito.” Es decir, enseñar es contribuir no solo a la adquisición de conocimiento, sino al cambio de emociones y sentimientos que permitan desarrollar la capacidad de manejar nuevas situaciones. Esta idea tiene poco que ver con la especialización prematura del alumno ni con la acumulación de datos, sino más bien con el desarrollo de capacidades para discernir entre las informaciones disponibles; para tomar decisiones y para resolver problemas.

“Es preferible una cabeza bien formada a una cabeza bien llena”, afirmaba Michel Eyquem, señor de Montaigne, en el siglo XVI. Así es; el objetivo del maestro debe ser formar mentes, no llenar cabezas. Es evidente que la educación no puede orientarse a formar personas capaces de acumular mucha información, sino a formar ciudadanos que “piensen bien”, es decir, que posean determinadas habilidades y destrezas intelectuales, que les permitan moverse con comodidad en un entorno hipercomunicado, altamente tecnificado y en cambio permanente.

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