Selectividad: la historia se repite

Un grupo de adolescentes se agolpaba en la parada del autobús esta mañana. Su aspecto ojeroso y su aire de cansancio podría responder a una larga noche de fiesta, si no fuera por la gruesa carpeta de apuntes, que algunos revisaban de soslayo. Claro, son los alumnos de Bachillerato, que hoy se enfrentan con la Selectividad.

Me ha venido a la cabeza mi propio examen, que coincidió con la primera convocatoria de este polémico examen, que mi promoción tuvo el dudoso honor de inaugurar. Y eso que vivimos la selectividad como un mero trámite, algo fácil de entender si se repasa la increíble lista de exámenes externos a los que nos habíamos tenido que enfrentar. Primero fue el examen de Ingreso, a los diez años, necesario para acceder al Bachillerato Elemental. Esto ya dejaba fuera a un grupo importante de alumnos que deberían continuar en la escuela primaria hasta los catorce años u optar por la formación profesional (entonces se llamaba Maestría Industrial). Después, a los catorce años, tuvimos que enfrentarnos al examen de Reválida Elemental. Era un examen complicado, de los cuatro cursos de Bachillerato elemental, y había que superarlo para poder acceder al Bachillerato Superior. Por si la selección fuera poca, al acabar sexto de Bachillerato había que superar una nueva Reválida (la de sexto) para acceder al COU.

En definitiva, la selección de alumnos era una práctica habitual, y es comprensible que los profesores del Instituto estuvieran encantados con el “nivel académico” de la clase, ya que el sistema dejaba fuera a los alumnos que presumiblemente hubieran tenido más dificultades para moverse en este esquema tan selectivo. Por eso, cuando a lo largo del COU se nos anunció que íbamos a ser los primeros alumnos en enfrentarnos a un nuevo examen, la Selectividad, no perdimos los nervios. ¡Otro más! No recuerdo haber hecho preparaciones especiales, ni que nuestros profesores hicieran una adaptación del curso para este examen.

Se entiende así nuestra escasa ansiedad ante este examen, que se intuía como un examen más de reválida pero especialmente sencillo, porque solo nos examinaríamos del último curso escolar. Y por eso llegamos muy relajados al examen, tanto que parte de la conferencia –creo recordar que impartida por Santiago Vicente, sobre la química al servicio de la arqueología- se perdió entre el bullicio incontenible de los alumnos que llenábamos los amplios pasillos del Alfonso VIII.

La cosa revistió más seriedad durante el examen de matemáticas, sobre todo por la presencia de don Juan Martino acompañando al profesorado de la universidad. Don Juan era un catedrático entrañable, mayor, serio, riguroso y respetado por todos, que me había dado clases a lo largo del bachillerato elemental. Recuerdo que en un momento del examen en que quedó solo, escribió en la pizarra la solución de un problema. Nos dio unos instantes para copiarla y la borró. Media hora más tarde apareció de nuevo don Juan con el rostro congestionado, y todos lo miramos con preocupación. Permaneció junto a la pizarra, demacrado y sudoroso, y aprovechando una breve salida del profesor visitante, nos dijo: “¡Me he equivocado; el problema estaba mal resuelto!”

Hubiéramos querido ir a consolarlo -¡qué gran persona, don Juan- pero hubo que recomponer la situación. Se puso en marcha el plan B, para el que nos habíamos colocado estratégicamente: los alumnos mejores, que ocupaban los primeros puestos de la fila, facilitaban la copia al de detrás, y así sucesivamente. No obstante, el sistema resultó poco eficaz, y el resultado fue el previsible: los de las filas delanteras sacaron sobresaliente, los de la parte central aprobado, y los del fondo un suspenso. “Es la predestinación”, bromeaban al recoger las notas.

Lo tremendo –lo razonable también- es que en aquella primera selectividad se produjo el nivel más alto de suspensos de la historia de este examen. En la actualidad la mayoría de los alumnos aprueba, y la batalla no va tanto por pasar el examen como por lograr una nota suficiente para acceder a la carrera deseada. Año tras año mejora la preparación y aumentan las medias, pero también se incrementa la angustia de los alumnos ante el examen. Menos mal que el verano lo borrará todo.

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