¿Qué podemos esperar del trabajo práctico en las clases de ciencias?

Ya en el siglo XVII, John Locke propuso la necesidad del trabajo práctico en la formación de los alumnos. El trabajo práctico disfrutó de su época dorada en los años 70, cuando surgieron proyectos como CHEM o Nuffield que indirectamente planteaban que para aprender ciencias había que trabajar como un científico. Exigían un trabajo práctico permanente para que los alumnos, con el apoyo del profesor, adquirieran por sí solos los fundamentos conceptuales.

Hoy existe cierta unanimidad entre el profesorado de ciencias en considerar que el trabajo práctico es importante, pero también existe cierto escepticismo sobre su eficacia en términos de aprendizaje. Son varias las investigaciones que no han conseguido mostrar la eficacia y la bondad del trabajo práctico realizado, y casi todos hemos sufrido una cierta decepción al comprobar cómo algunos alumnos desaprovechaban el tiempo en el laboratorio, a pesar del potencial formativo de una práctica que habíamos preparado con ilusión. Lo mismo ocurre con las demostraciones, que han ido abandonándose progresivamente al entender que el esfuerzo de preparación no compensaba claramente el beneficio obtenido.

Lo cierto es que en el ámbito de la motivación y, en cierta medida, de la promoción del cambio conceptual, el trabajo práctico juega un papel insustituible. Puede que con la experimentación los alumnos aprendan lo mismo, pero lo hacen de una forma diferente. Una opción razonable para favorecer el trabajo práctico es recurrir a un número no muy elevado de experimentos, simples pero muy sugerentes, para que impacten y susciten nuevas preguntas.

ALGUNAS SUGERENCIAS

1. Recuperar las demostraciones, sin descuidar otras formas de trabajo práctico más participativo. Una demostración bien elegida puede aportar al estudio de las ciencias esa “inspiración ¡ajá!” que las hace un poco mágicas. No se trata de experiencias de cátedra complejas, sino de experimentos muy sencillos y sugerentes. Lo ideal sería que cada clase tuviera su momento “¡ajá!”, más o menos creativo pero siempre inspirador, para que el alumno vea que la Ciencia no es una estructura de teorías rancias sino una forma muy especial de hacer preguntas a la naturaleza.

2. Utilizar los recursos interactivos para la motivación y el refuerzo. Las actividades interactivas se basan en los minijuegos de ordenador, algo que forma parte de la experiencia habitual de muchos niños y adolescentes. El juego engancha porque se basa en la acción, no en la teoría; exige una frecuente toma de decisiones, ofrece resultados a corto, medio y largo plazo, se adapta al ritmo de cada jugador y ofrece una retroalimentación inmediata. En las etapas obligatorias, es mejor utilizar modelos animados y juegos interactivos que simulaciones. Las simulaciones son más adecuadas como ampliaciones a un trabajo experimental previo. Lo virtual carece de significado si no está construido sobre experiencias reales.

3. Aprovechar grandes acontecimientos, como la Feria Madrid por la Ciencia, o eventos más modestos, como la semana de la ciencia de los propios centros escolares, para convertir a los alumnos en monitores científicos. El paso de receptor a emisor cambia por completo la perspectiva del alumno, hace que sienta la ciencia como algo propio y enciende más de una inquietud.

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