Profesor, a tus zapatos.. (¿o será “a tu tiza”?)

Asistí hace un par de días a un encuentro orientado al intercambio de experiencias en el ámbito de ciencias para Secundaria. Se trataba de compartir buenas prácticas y de valorar su aplicación en el aula. Y en ese contexto me sorprendió enormemente una ponencia que consistió en el pase de un vídeo sobre la percepción. Bueno, más que sorpresa era perplejidad. Porque la novedad no residía en el contenido, sino en el meritorio hecho de que unas profesoras hubieran rodado y realizado ese material (con financiación del MEC).

Como es lógico el resultado era más bien mediocre: una grabación casera, con recursos gráficos muy limitados y locución de amateur. Pero, ¿qué importa eso? Los profesores que asistían a la presentación aplaudieron el esfuerzo, aunque era más que improbable que alguno llegara a usar ese material, primero por su confuso enfoque didáctico y segundo por la inexistencia de un plan de difusión.

Estas cosas solo pasan en la educación. Sería inverosímil que el ministerio de Agricultura, por ejemplo, financiara a sus ingenieros para fabricar macetas, o que el ministerio de Sanidad ofreciera años sabáticos entre sus médicos para actividades tales como la fabricación de vendas. Sería como mínimo un despilfarro injustificable de los recursos públicos. Pero entre médicos e ingenieros no se da esta situación porque, por fortuna, valoran su misión profesional y rechazarían cualquier actividades que consideren por debajo de su perfil profesional.

Pero con los profesores no pasa esto. A diferencia de otros profesionales desconfían de la importancia de su misión –nada menos que educar a los futuros ciudadanos y ciudadanas- y se aferran desesperados a todo tipo de tareas técnicas propias de otros perfiles profesionales. Así, hay muchísimos profesores con licencias de estudios para aprender programas informáticos como Flash, Photoshop o Linux, tal vez con la esperanza de encontrar en la informática la seguridad que han perdido en el contacto con sus alumnos. Mal debe estar la profesión docente cuando ocurren estas cosas, pero peor deben andar las autoridades académicas cuando incentivan estas prácticas esperpénticas, con el efecto perverso de alejar al profesorado de su verdadero cometido: atender a sus alumnos.

Si el objetivo del ministerio hubiera sido extender las experiencias de especial interés a otras aulas para estimular la innovación educativa, no debería sacar del aula a los mejores profesores, sino poner a su disposición a un buen equipo profesional de técnicos y de editores que aporten valor a la creatividad docente y la difundan con calidad y profesionalidad.

Todo lo demás es voluntarismo, mediocridad y sobre todo ineficacia. Cuando veía la película que habían preparado tan esforzadamente ese grupo de profesoras pensaba en lo que se habían perdido sus alumnos en ese tiempo. Y lo peor era la escasa rentabilidad educativa del esfuerzo, porque la financiación no daba para difundirlo. Por tanto, todo quedaba en un trabajo artesanal que ni siquiera utilizarían las propias autoras, demasiado creativas como para encorsetarse en algo tan secuencial.

Claro que puede que el ministerio asuma las inversiones en estos proyectos de tan discutible valor educativo no como innovación, sino como una válvula de escape frente a la presión del aula. Puede que sí resulten eficaces en este sentido, aunque habría que evitar enmascararlos con tanta supuesta innovación y de paso, preguntar al profesorado si en vez de aprender Flash o macramé no preferiría unos tratamientos gratuitos en un balneario. A lo mejor cuestan lo mismo y resultan más eficaces.

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