Ciencia y ciudadanía

En el momento de escribir estas líneas se cumplen cien años de la creación de la Junta para Ampliación de Estudios (JAE), unánimemente considerada como la mayor experiencia modernizadora de la ciencia española. 

El 15 de enero de 1907 la JAE inició su fértil trayectoria bajo la presidencia de Santiago Ramón y Cajal quien, tan solo un mes antes, había recibido el premio Nobel. La JAE nació en el ecuador de un momento estelar, al que Laín se refiere como “el Medio Siglo de Oro de la cultura española, que abarca desde 1880 hasta la fractura de la Guerra Civil”. Fue un período de grandes personajes, pensadores y científicos, y buena parte del éxito de la JAE se debió a que logró aglutinar en torno a estos sabios a un entusiasta grupo de discípulos –de la talla de Blas Cabrera, Enrique Moles, Rey Pastor...-, generando una masa crítica de científicos y un decidido espíritu de renovación que, por ejemplo, logró que la universidad incluyera por primera vez la investigación entre sus objetivos prioritarios. 

Es bien sabido que la JAE -que en 1939 se convirtió en el actual Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)- creó numerosos centros de investigación, facilitó la formación de nuestros jóvenes científicos en el extranjero y derribó algunas de las barreras que aislaban la ciencia y la cultura españolas del resto del mundo. Pero también -y puede que aquí radique el principal logro de la JAE- logró socavar el tópico y empobrecedor binomio de ciencias contra humanidades, reuniendo a pensadores y a científicos en torno a una empresa común: un gran pacto por la innovación y el progreso, siguiendo los ejes universales de la ciencia, la cultura y la educación. 

Ciencia para una ciudadanía responsable, esa es en mi modesta opinión la gran aportación de la JAE. Y es que, tanto hace un siglo como hoy, resulta imposible entender el hecho científico aislado del hecho cultural y social que le da sustento. Por eso me cuesta entender algunas voces que lanzan ataques desde la universidad contra la nueva asignatura prevista en la LOE, Educación para la Ciudadanía (EpC), por considerar que debilitará la ya débil presencia científica en el currículo de Secundaria (y, de paso, les va a sustraer futuros alumnos). 

Todo lo contrario. Si, como está previsto, se construye esta área en torno al desarrollo de la ética personal y social, lo que se logrará es una ciudadanía más preparada y responsable, con criterios para exigir a los políticos una presencia en el ámbito científico proporcionada a la que ocupamos en otros ámbitos de la cultura y de la economía. Bajo este punto de vista, el potencial de EpC para revalorizar el papel de la ciencia en la escuela es muy superior al que posee el estudio del ciclo de Krebs o la memorización de la tabla periódica. Y eso es lo que merece la pena celebrar –y recuperar, tal vez- con este Año de la Ciencia, nacido por decreto y desnudo de programa, aunque eso sí, con una pomposa Comisión responsable de darle brillo y esplendor, esperemos que antes de que finalice. Recuerdo un divertido cartel con el dibujo de un camello desgarbado y con remiendos y un texto que decía: “Un camello es un galgo diseñado por una Comisión”. ¿Será este el caso?

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