Libros, amores y traiciones imperdonables

En la librería de un híper, donde las obras se disponen en lineales como las verduras, los lácteos y los artículos de limpieza, es difícil atinar en la selección de un libro. Por si fuera poco, el retráctil plástico que lo preserva del manoseo por dedos que vienen de la fruta y de los congelados, deja pocas posibilidades a una cata inicial. Así que uno debe dejarse guiar por atributos externos y, especialmente, por la portada. Cualquier cosa es mejor que preguntar al empleado, que observa el lineal con gafas de reposición, como las que emplea en la zona de bollería. “Éste es el que se vende más”, es la máxima información que lograrás extraerle.

"...el acto no se consumará en el híper, ni siquiera al llegar a casa. Habrá que esperar a ese momento especial, de intimidad absoluta, para descorchar el vino, tomar el libro y dejar que se desaten las emociones."

De modo que es la portada –con el conjunto de sus atributos, claro- la responsable del amor a primera vista. Tras el flechazo sostenemos delicadamente el libro entre las manos con cierta excitación, como tratando de anticipar los momentos de gozo que nos deparará. Y desde ese momento el libro pasa a ser un objeto especial. Lo pondremos en una zona protegida del carrito –generalmente, la destinada a transportar a los bebés- a salvo de las hortalizas, el detergente y el pescado y, al paso por caja, destinaremos una bolsa única para él, elevándolo a la categoría del crianza que también acabamos de adquirir.

Pero el acto no se consumará en el híper, ni siquiera al llegar a casa. Habrá que esperar a ese momento especial, de intimidad absoluta, para descorchar el vino, tomar el libro y dejar que se desaten las emociones. Con taquicardia, retiramos el retráctil –a veces con cierta rudeza, superados por la impaciencia- abrazamos el ejemplar y deslizamos ávidamente la mirada entre sus cubiertas. Pocas experiencias son tan gratas como las de acariciar un buen couché e, incluso, de oler su interior. Y más aún cuando nuestra mirada recorra cada carácter, cada línea, cada capítulo, y nuestra mente se funda con la obra en esa magia que solo aporta la lectura.

Pero ese umbral hacia el éxtasis es, con frecuencia, un anuncio de desastre, agravado por el fraude a nuestras expectativas, previamente reforzadas en el paso por caja. Abres el libro y encuentras una pésima edición y, lo que es peor, una historia banal, y se te cae de las manos. Hay quien tratando de salvar los muebles se impone una lectura rutinaria, como quien se impone cien abdominales cada tarde, pero yo prefiero cerrar página y olvidar el fracaso cuanto antes. Existen demasiadas obras buenas por descubrir como para perder un tiempo precioso en el libro equivocado.

Y es que elegir libro en un hipermercado es tan arriesgado como conocer a una chica en una noche de copas. Bajo una música estridente las conversaciones se reducen a voces entrecortadas y gritos de comanda. La comunicación se basa en lo gestual y en el roce físico. Te engancha el aspecto externo, la cubierta de la chica, pero no hay forma de penetrar en su alma; de ahí el riesgo en la elección. Unos días después quedas con ella en una terraza tranquila, exploras ilusionado su interior y descubres, atónito, que no hay nada; todo era fachada.

Claro que no resulta fácil adentrarse en el interior de una persona que te ha deslumbrado por su aspecto externo -don José Ortega decía, cabalmente, que “ante una mujer extraordinariamente bella, uno se siente turista, en vez de amante”-, porque conocer el interior exige tiempos largos de conversación, de lectura pausada, de recrear la historia y reinventarla juntos. Por eso cuando hace años aparecieron los chats de Internet, pensé que serían herramientas ideales para el enamoramiento. En aquellos chats iniciales, sin posibilidad de ver al otro, solo podías presenciar su interior. Y quien lograra encontrar a alguien sincero tendría garantizado un acceso privilegiado a su alma, sin los engañosos espejismos del físico. De modo que aventuré que los enamoramientos vía chat serían más profundos y duraderos que los habituales. Una vez enganchado del interior del otro es fácil asumir su aspecto externo, convertido en mero contenedor de un tesoro. ¿Qué importa que el libro sea feo si su historia es única?

No sé si esto será realmente así, pero al menos hay una historia muy reciente que lo corrobora, una historia real. Amy Taylor, de 28 años, conoció a David Pollard, de 40, a través de un chat. Se enamoraron y decidieron casarse, primero con sus respectivos avatares en Second Life, y luego en un juzgado real. Aunque la realidad –dos personas muy obesas, de contexto económico modesto- nada tenía que ver con la de sus atléticos y ricos avatares, primó el gancho del interior frente al de la portada. Pero lo inaceptable es que Amy pilló a su marido –a su avatar, más bien- con una prostituta virtual en Second Life y, más tarde, flirteando con otros avatares femeninos. Amy se sintió tan traicionada que no dudó en solicitar el divorcio. Y con razón. Una cosa es un desliz puntual en el mundo real, gobernado por lo físico, y otra muy diferente es tontear con el interior. Si lo virtual es más sólido que lo físico a la hora del enamoramiento, también debería ser más exigente a la hora de la fidelidad.

Si bien sería duro saber que tu compañera ha tenido una aventura con un “boy” en una despedida de soltera, resultaría insoportable compartir con otro la emoción de penetrar en su alma, obviamente un espacio virtual. Si ella dejara a un extraño leer las páginas que solo abrió para ti sería una traición imperdonable.

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